• VOLTAIRE. CÁNDIDO

    Nicolas de Largillière. Retrato de Voltaire. 1718. Fuente: wikipedia

    Capítulo I: 
De cómo Cándido fue criado en un hermoso castillo y de cómo fue arrojado de allí

    Vivía en Westfalia, en el castillo del señor barón de Thunder-ten-tronckh, un mancebo a quien la naturaleza había dotado de la índole más apacible. Su fisonomía anunciaba su alma; tenía juicio bastante recto y espíritu muy simple; por eso, creo, lo llamaban Cándido. Los antiguos criados de la casa sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón y de un bondadoso y honrado hidalgo de la vecindad, con quien jamás consintió en casarse la doncella porque él no podía probar arriba de setenta y un cuarteles, debido a que la injuria de los tiempos había acabado con el resto de su árbol genealógico.

    Era el señor barón uno de los caballeros más poderosos de Westfalia, pues su castillo tenía puerta y ventanas; en la sala principal hasta había una colgadura. Los perros del corral componían una jauría cuando era menester; sus palafreneros eran sus picadores, y el vicario de la aldea, su primer capellán; todos lo trataban de “monseñor”, todos se echaban a reír cuando decía algún chiste.

    La señora baronesa, que pesaba unas trescientas cincuenta libras, se había granjeado por ello gran consideración, y recibía las visitas con tal dignidad que la hacía aún más respetable. Su hija Cunegunda, doncella de diecisiete años, era rubicunda, fresca, rolliza, apetitosa. El hijo del barón era en todo digno de su padre. El preceptor Pangloss era el oráculo de la casa, y el pequeño Cándido escuchaba sus lecciones con la docilidad propia de su edad y su carácter.

    Pangloss enseñaba metafísico-teólogo-cosmologonigología. Probaba admirablemente que no hay efecto sin causa, y que, en el mejor de los mundos posibles, el castillo de monseñor el barón era el más hermoso de los castillos, y que la señora baronesa era la mejor de las baronesas posibles.

    Demostrado está, decía Pangloss, que no pueden ser las cosas de otro modo, porque habiéndose hecho todo con un fin, éste no puede menos de ser el mejor de los fines. Nótese que las narices se hicieron para llevar anteojos; por eso nos ponemos anteojos; las piernas notoriamente para las calzas, y usamos calzas; las piedras para ser talladas y hacer castillos; por eso su señoría tiene un hermoso castillo: el barón principal de la provincia ha de estar mejor aposentado que ninguno; y como los marranos nacieron para que se los coman, todo el año comemos tocino: en consecuencia, los que afirmaron que todo está bien, han dicho una tontería; debieron decir que nada puede estar mejor.

    Cándido escuchaba atentamente y creía inocentemente, porque la señorita Cunegunda le parecía muy hermosa, aunque nunca se había atrevido a decírselo. Deducía que después de la felicidad de haber nacido barón de Thunder-ten-tronckh, el segundo grado de felicidad era ser la señorita Cunegunda; el tercero, verla cada día; y el cuarto, oír al maestro Pangloss, el filósofo más ilustre de la provincia, y, por consiguiente, de todo el orbe.

    Cunegunda, paseándose un día por los alrededores del castillo, vio entre las matas, en un tallar que llamaban el parque, al doctor Pangloss que daba una lección de física experimental a la doncella de su madre, morenita muy graciosa y muy dócil. Como la señorita Cunegunda tenía gran disposición para las ciencias, observó sin pestañear las reiteradas experiencias de que era testigo; vio con claridad la razón suficiente del doctor, sus efectos y sus causas, y regresó agitada, pensativa, deseosa de aprender, figurándose que bien podría ser ella la razón suficiente de Cándido, quien podría también ser la suya.

    Encontró a Cándido de vuelta al castillo, y enrojeció; Cándido también enrojeció. Lo saludó Cunegunda con voz trémula, y contestó Cándido sin saber lo que decía. Al día siguiente, después de comer, al levantarse de la mesa, se encontraron detrás de un biombo; Cunegunda dejó caer su pañuelo, Cándido lo recogió; ella le tomó inocentemente la mano y el joven besó inocentemente la mano de la señorita con singular vivacidad, sensibilidad y gracia; sus bocas se encontraron, sus ojos se inflamaron, sus rodillas temblaron, sus manos se extraviaron. En esto estaban cuando acertó a pasar junto al biombo el señor barón de Thunder-ten-tronckh, y reparando en tal causa y tal efecto, echó a Cándido del castillo a patadas en el trasero. Cunegunda se desvaneció; cuando volvió en sí, la señora baronesa le dio de bofetadas; y todo fue consternación en el más hermoso y agradable de los castillos posibles.

    • Así comienza Cándido. Voltaire no se detiene mucho en la caracterización de los personajes, más bien se trata de una representación arquetípica, simbólica. Analizamos los personajes que aparecen en este primer capítulo: Cándido, el barón y la baronesa, Cunegunda y Pangloss (fijándonos en los nombres y su significado).
    • Pangloss representa al filósofo Leibniz, constituye su caricatura. Investigamos sobre la base del pensamiento filosófico de Leibniz:

      “Filósofo, matemático y estadista alemán, considerado como uno de los mayores intelectuales del siglo XVII. […]
      En la exposición filosófica de Leibniz, el universo se compone de innumerables centros conscientes de fuerza espiritual o energía, conocidos como mónadas. Cada mónada representa un microcosmos individual, que refleja el universo en diversos grados de perfección y evolucionan con independencia del resto de las mónadas. El universo constituido por estas mónadas es el resultado armonioso de un plan divino. Los humanos, sin embargo, con su visión limitada, no pueden aceptar males como las enfermedades y la muerte integrando una parte de la armonía universal. Este universo de Leibniz, “el mejor de los mundos posibles”, es satirizado como una utopía por el autor francés Voltaire en su novela Cándido.” (www.elpdlp.com).

    • Analizamos la intervención de Pangloss en este capítulo, entroncándola con el pensamiento de Leibniz.
    • El tono humorístico e irónico de muchos pasajes es evidente. Señalamos las frases donde mejor se refleja esta ironía.

    Capítulo V
: Tormenta, naufragio, terremoto, y lo que le sucedió
al doctor Pangloss, a Cándido y a Jacobo el anabaptista

    La mitad de los pasajeros, afligidos y sufriendo esas inconcebibles angustias que el balanceo de un barco produce en los nervios y en todos los humores del cuerpo, agitados, en direcciones opuestas, no tenían siquiera fuerzas para inquietarse por el peligro. La otra mitad gritaba y rezaba; las velas estaban rasgadas, los mástiles rotos y abierta la nave; quien podía trabajaba, nadie escuchaba, nadie mandaba. Algo ayudaba a la faena el anabaptista, que estaba sobre el combés, cuando un furioso marinero le pega un rudo empellón y lo derriba sobre las tablas; pero fue tal el esfuerzo que hizo al empujarlo que se cayó de cabeza fuera del navío y quedó colgado y agarrado de una porción del mástil roto. Acudió el buen Jacobo a socorrerlo y lo ayudó a subir; pero con la fuerza que para ello hizo, se cayó en el mar a vista del marinero, que lo dejó ahogarse sin dignarse mirarlo. Cándido se acerca, ve a su bienhechor que reaparece un instante y se hunde para siempre; quiere tirarse tras él al mar; pero lo detiene el filósofo Pangloss, demostrándole que la bahía de Lisboa ha sido hecha expresamente para que en ella se ahogara el anabaptista. Probándolo estaba a priori, cuando se abrió el navío, y todos perecieron, menos Pangloss, Cándido y el brutal marinero que había ahogado al virtuoso anabaptista; el bribón llegó nadando hasta la orilla, adonde Cándido y Pangloss fueron arrastrados sobre una tabla.

    Así que se recobran un poco del susto y del cansancio, se encaminaron a Lisboa. Llevaban algún dinero, con el cual esperaban librarse del hambre, después de haberse zafado de la tormenta.

    Apenas pusieron los pies en la ciudad, lamentándose de la muerte de su bienhechor, el mar hirviente embistió el puerto y arrebató cuantos navíos se hallaban en él anclados; calles y plazas se cubrieron de torbellinos, de llamas y cenizas; se hundían las casas, se caían los techos sobre los cimientos, y los cimientos se dispersaban, y treinta mil moradores de todas edades y sexos eran sepultados entre ruinas. El marinero, tarareando y blasfemando, decía:

    -Algo ganaremos con esto.

    -¿Cuál puede ser la razón suficiente de este fenómeno? -decía Pangloss; y Cándido exclamaba:

    -Éste es el día del juicio final.

    El marinero corrió sin detenerse en medio de las ruinas, arrostrando la muerte para buscar dinero; con el dinero encontrado se fue a emborrachar, y después de haber dormido su borrachera compra los favores de la primera prostituta de buena voluntad que encuentra en medio de las ruinas de los desplomados edificios y entre los moribundos y los cadáveres. Pangloss, sin embargo, le tiraba de la casaca, diciéndole:

    -Amigo, eso no está bien; eso es pecar contra la razón universal; ahora no es ocasión de holgarse.

    -¡Por vida del Padre Eterno! -respondió el otro- soy marinero y nacido en Batavia; cuatro veces he pisado el crucifijo en cuatro viajes que tengo hechos al Japón. ¡Pues no vienes mal ahora con tu razón universal!

    Cándido, que la caída de unas piedras había herido, tendido en mitad de la calle y cubierto de ruinas, clamaba a Pangloss:

    -¡Ay! Tráigame usted un poco de vino y aceite, que me muero.

    -Este temblor de tierra -respondió Pangloss- no es cosa nueva: el mismo azote sufrió Lima años pasados; las mismas causas producen los mismos efectos; sin duda hay una veta subterránea de azufre que va de Lisboa a Lima.

    -Nada es tan probable -dijo Cándido- pero, por Dios, un poco de aceite y vino.

    -¿Cómo probable? -replicó el filósofo- sostengo que está demostrado.

    Cándido perdió el sentido, y Pangloss le llevó un trago de agua de una fuente vecina.

    Al día siguiente, metiéndose por entre los escombros, encontraron algunos alimentos y recobraron un poco sus fuerzas. Después trabajaron, a ejemplo de los demás, para aliviar a los habitantes que habían escapado de la muerte. Algunos vecinos socorridos por ellos, les dieron la mejor comida que en tamaño desastre se podía esperar: verdad que fue muy triste el banquete; los convidados bañaban el pan con sus lágrimas, pero Pangloss los consolaba afirmando que no podían suceder las cosas de otra manera, porque todo esto, decía, es conforme a lo mejor; porque si hay un volcán en Lisboa, no podía estar en otra parte; porque es imposible que las cosas dejen de estar donde están, pues todo está bien.

    Un hombrecito vestido de negro, familiar de la Inquisición, que junto a él estaba sentado, tomó cortésmente la palabra:

    -Sin duda, caballero, no cree usted en el pecado original, porque si todo es para mejor, no ha habido caída ni castigo.

    -Perdóneme su excelencia -le respondió con más cortesía Pangloss- porque la caída del hombre y su maldición entran necesariamente en el mejor de los mundos posibles.

    -Por lo tanto ¿este caballero no cree que seamos libres? -dijo el familiar de la Inquisición.

    -Otra vez ha de perdonar su excelencia -replicó Pangloss- la libertad puede subsistir con la necesidad absoluta; porque era necesario que fuéramos libres; porque finalmente la voluntad determinada…

    En medio de la frase estaba Pangloss, cuando hizo el familiar una seña a su secretario que le servía vino de Porto o de Oporto.

    • ¿Qué critica Voltaire en este capítulo? Nos fijamos en las últimas líneas en donde hace aparición un agente de la Inquisición. Analizamos sus palabras. ¿Qué crees que significará esa “seña” que le hace a su secretario?
    • ¿Cómo es la actitud de Cándido?, ¿Sigue aceptando la teoría de Pangloss de que “todo es para bien”?
    • Analizamos las intervenciones de Pangloss, ¿cuál es su explicación de lo sucedido?
    • Este episodio recrea el terremoto de Lisboa sucedido en 1755. Se dice que esta catástrofe fue el punto de partida del Cándido de Voltaire. Buscamos información sobre este hecho:
    • El terremoto de Lisboa de 1755 tuvo lugar el 1 de noviembre de 1755, a las 09,20 horas. Causó la muerte de entre 60.000 y 100.000 personas.
      El sismo fue seguido por un maremoto y un incendio, causando la destrucción casi total de Lisboa.
      El terremoto sacudió mucho más que ciudades y edificios. Lisboa era la capital de un país devotamente católico, con una larga historia de inversiones en la Iglesia y la evangelización de las colonias. Más aún, la catástrofe tuvo lugar un día de fiesta católico y destruyó prácticamente cada iglesia importante. Para la teología y filosofía del siglo XVIII, esta manifestación de la cólera de Dios era difícil de explicar.
      El terremoto influyó profundamente en muchos pensadores de la Ilustración europea. Muchos filósofos contemporáneos mencionaron o hicieron referencia al terremoto en sus escritos, notablemente Voltaire en Cándido y en su Poème sur le désastre de Lisbonne (poema sobre el desastre de Lisboa).
      El carácter arbitrario de la supervivencia fue probablemente lo que más le marcó, llevándose a satirizar la idea, defendida por autores como Gottfried Wilhelm Leibniz o Alexander Pope, de que “éste es el mejor de los mundos posibles”. Como escribió Theodor Adorno, “el terremoto de Lisboa fue suficiente para curar a Voltaire de la teodicea de Leibniz”. (es.wikipedia.org).

    Capítulo XXX: 
Conclusión

    En el fondo de su corazón, no tenía Cándido ganas ningunas de casarse con Cunegunda; pero la mucha insolencia del barón lo determinó a acelerar las bodas, sin contar que Cunegunda insistía tanto, que no las podía dilatar más. Consultó, pues, a Pangloss, a Martín y al fiel Cacambo. Pangloss compuso una erudita memoria probando que no tenía el barón derecho ninguno sobre su hermana, y que según todas las leyes del imperio podía Cunegunda casarse con Cándido dándole la mano izquierda; Martín fue de parecer de que tiraran al barón al mar, y Cacambo de que lo entregaran al arráez levantino, el cual lo volvería a poner a remar en la galera; luego lo enviarían al padre general por la primera embarcación que diese a la vela para Roma. Pareció bien esta idea; aprobó la vieja, y sin decir palabra a Cunegunda se puso en ejecución mediante algún dinero, teniendo así la satisfacción de engañar a un jesuita y escarmentar la vanidad de un barón alemán.

    Cosa natural era pensar que después de tantas desgracias, Cándido, casado con su amada, viviendo en compañía del filósofo Pangloss, del filósofo Martín, del prudente Cacambo y de la vieja, y habiendo traído tantos diamantes de la patria de los antiguos Incas, disfrutaría la vida más feliz; pero tanto lo estafaron los judíos, que no le quedaron más bienes que su pobre granjita. Su mujer, que cada día era más fea, se hizo desapacible e inaguantable, y la vieja cayó enferma, y era más regañona todavía que Cunegunda. Cacambo, que cavaba el huerto y llevaba a vender las hortalizas a Constantinopla, estaba rendido de faena y maldecía su suerte. Pangloss se desesperaba porque no lucía su saber en alguna Universidad de Alemania; sólo Martín, firmemente convencido de que en todas partes el hombre se encuentra mal, llevaba las cosas con paciencia. Algunas veces disputaban Cándido, Martín y Pangloss sobre metafísica y moral. Por las ventanas de la granjita se veían pasar con mucha frecuencia barcos cargados de efendis, bajaes y cadíes que iban desterrados a Lemnos, Mitilene y Erzerum, y llegar otros bajaes y otros efendis, que ocupaban el lugar de los depuestos y que lo eran ellos luego; y se veían cabezas rellenas adecuadamente con paja que se llevaban de regalo a la Sublime Puerta. Estas escenas daban materia a nuevas disertaciones, y cuando no disputaban se aburrían tanto, que la vieja se aventuró a decirles un día:

    -Quisiera yo saber qué es peor, ¿ser violada cien veces al día por piratas negros, verse cortar una nalga, pasar por baquetas entre los búlgaros, ser azotado y ahorcado en un auto de fe, ser disecado, remar en galeras, y finalmente padecer cuantas desventuras hemos pasado, o estar aquí sin hacer nada?

    -Ardua es la cuestión -dijo Cándido.

    Suscitó este razonamiento nuevas reflexiones, y coligió Martín que el destino del hombre era vivir en las convulsiones de la angustia o en el letargo del tedio; Cándido no se lo concedía, pero no afirmaba nada; Pangloss confesaba que toda su vida había sido una serie de horrorosos infortunios; pero como una vez había sustentado que todo estaba perfecto, seguía sustentándolo sin creerlo. Lo que acabó de cimentar los detestables principios de Martín, de hacer titubear más que nunca a Cándido y de poner en confusión a Pangloss, fue que un día vieron llegar a la granjita a Paquita y a fray Hilarión en la más horrenda miseria. En breve tiempo se habían comido los tres mil duros, se habían dejado, vuelto a juntar y vuelto a reñir, habían sido puestos en la cárcel, se habían escapado, y finalmente fray Hilarión se había hecho turco. Paquita seguía ejerciendo su oficio, pero ya no ganaba con él para comer.

    -Bien había yo pronosticado -dijo Martín a Cándido- que en breve disiparían las dádivas de usted, y serían más miserables. Usted y Cacambo han rebosado en millones de pesos y no son más afortunados que fray Hilarión y Paquita.

    -¡Ah -dijo Pangloss a Paquita- conque te ha traído el cielo con nosotros! ¿Sabes, pobre muchacha, que me has costado la punta de la nariz, un ojo y una oreja? ¡Qué mudada estás! ¡Válgame Dios, lo que es este mundo!

    Esta nueva aventura les dio margen a que filosofaran más que nunca.

    En la vecindad vivía un derviche que gozaba la reputación del mejor filósofo de Turquía. Fueron a consultarle; habló Pangloss por los demás y le dijo:

    -Maestro, venimos a rogarte que nos digas para qué fue creado un animal tan extraño como el hombre.

    -¿Quién te mete en eso? -le dijo el derviche-; ¿te importa para algo?

    -Pero, reverendo padre, horribles males hay en la tierra.

    -¿Qué hace al caso que haya bienes o que haya males? Cuando envía Su Alteza un navío a Egipto ¿se informa de si se hallan bien o mal los ratones que van en él?

    -Pues ¿qué se ha de hacer? -dijo Pangloss.

    -Que te calles -respondió el derviche.

    -Yo esperaba -dijo Pangloss- discurrir con vos acerca de las causas y los efectos del mejor de los mundos, del origen del mal, de la naturaleza del alma y de la armonía preestablecida.

    En respuesta les dio el derviche con la puerta en las narices.

    Mientras estaban en esta conversación, se esparció la voz de que acababan de ahorcar en Constantinopla a dos visires del banco y al muftí, y de empalar a varios de sus amigos, catástrofe que metió mucha bulla por espacio de algunas horas. Al volverse Pangloss, Cándido y Martín a la granjita encontraron a un buen anciano que estaba tomando el fresco a la puerta de su casa, bajo un emparrado de naranjos. Pangloss, que no era menos curioso que razonador, le preguntó cómo se llamaba el muftí que acababan de ahorcar.

    -No lo sé -respondió el buen hombre- ni nunca he sabido el nombre de muftí ni de visir alguno. Ignoro absolutamente la aventura de que me habláis; presumo, sí, que generalmente los que manejan los negocios públicos perecen a veces miserablemente, y que bien se lo merecen; pero jamás me informo de los sucesos de Constantinopla, contentándome con enviar a vender allá las frutas del huerto que labro.

    Dicho esto, convidó a los extranjeros a entrar en su casa; y sus dos hijas y dos hijos les presentaron muchas especies de sorbetes que ellos mismos fabricaban, de kaimak, guarnecido de cáscaras de cidra confitadas, de naranjas, limones, limas, piñas, pistachos y café de Moka, que no estaba mezclado con los malos cafés de Batavia y las islas de América; y luego las dos hijas del buen musulmán perfumaron las barbas de Cándido, Pangloss y Martín.

    -Sin duda que tenéis -dijo Cándido al turco- una vasta y magnífica posesión.

    -Nada más que veinte fanegas de tierra -respondió el turco- que labro con mis hijos; y el trabajo nos libra de tres insufribles calamidades: el aburrimiento, el vicio y la necesidad.

    Mientras se volvía Cándido a su granjita iba haciendo profundas reflexiones en las razones del turco, y le dijo a Pangloss y a Martín:

    -Se me figura que se ha sabido este buen viejo labrar una suerte muy más feliz que la de los seis monarcas con quien tuvimos la honra de cenar en Venecia.

    -Las grandezas -dijo Pangloss- son muy peligrosas, según opinan todos los filósofos: Eglón, rey de los moabitas, fue asesinado por Ahod; Absalón colgado de los cabellos y atravesado con tres saetas; el rey Nadab, hijo de Jeroboam, muerto por Baza; el rey Ela por Zambri; Ocosías por Jehú; Atalía por Joyada; y los reyes Joaquín, Jeconías y Sedecías fueron esclavos. Sabido es de qué modo murieron Creso, Astiago, Darío, Dionisio de Siracusa, Pirro, Perseo, Aníbal, Yugurta, Ariovisto, César, Pompeyo, Nerón, Otón, Vitelio, Domiciano, Ricardo II de Inglaterra, Eduardo II, Enrique VI, Ricardo III, María Estuardo, Carlos I, los tres Enriques de Francia, el emperador Enrique IV; y nadie ignora…

    -Tampoco ignoro yo -dijo Cándido- que es menester cultivar nuestra huerta.

    -Razón tienes -dijo Pangloss-; porque cuando fue colocado el hombre en el paraíso del Edén, fue para labrarlo, ut operaretur eum, lo cual prueba que no nació para el sosiego.

    -Trabajemos, pues, sin argumentar -dijo Martín- que es el único medio de que sea la vida tolerable.

    Toda la compañía aprobó tan loable determinación. Empezó cada uno a ejercitar su habilidad, y la granjita rindió mucho. Verdad es que Cunegunda era muy fea, pero hacía excelentes pasteles; Paquita bordaba y la vieja cuidaba de la ropa blanca. Hasta fray Hilarión sirvió, pues aprendió a la perfección el oficio de carpintero y paró en ser hombre de bien. Pangloss decía algunas veces a Cándido:

    -Todos los sucesos están encadenados en el mejor de los mundos posibles; porque si no te hubieran echado a patadas en el trasero de un magnífico castillo por el amor de Cunegunda, si no te hubieran metido en la Inquisición, si no hubieras andado a pie por las soledades de la América, si no hubieras pegado una buena estocada al barón y si no hubieras perdido todos tus carneros del buen país de El Dorado, no estarías aquí ahora comiendo confite de cidra y pistachos.

    -Bien dice usted -respondió Cándido- pero tenemos que cultivar nuestra huerta.


    • Analizamos la evolución de los personajes principales. ¿En qué han cambiado con respecto a los primeros capítulos?
    • ¿Qué les aconseja a Cándido, Pangloss y demás acompañantes, el derviche y el anciano?, ¿Qué opinas de estos mensajes?
    • Analizamos estas palabras: “Trabajemos, pues, sin argumentar -dijo Martín- que es el único medio de que sea la vida tolerable”. ¿Qué planteamiento de vida reflejan?, ¿qué opinas al respecto?
    • ¿Cómo es la postura final de Cándido?, ¿qué crees que quiso transmitir Voltaire con este final?

    • Después de haber leído y analizado estos tres capítulos:
    • Comentamos el estilo literario de la obra.
    • ¿Cuál crees que es el sentido global de la obra?
    • ¿Te parece una obra representativa de la Ilustración?, ¿en qué  sentido?
    • Investigamos sobre Voltaire: (adjuntamos aquí una breve reseña)

      Nombre supuesto de François Marie Arouet, escritor y filósofo francés que figura entre los principales representantes de la Ilustración.
      El carácter contradictorio de Voltaire se refleja tanto en sus escritos como en las opiniones de otros. Parecía capaz de situarse en los dos polos de cualquier debate, y en opinión de algunos de sus contemporáneos era poco fiable, avaricioso y sarcástico. Para otros, sin embargo, era un hombre generoso, entusiasta y sentimental. Esencialmente, rechazó todo lo que fuera irracional e incomprensible y animó a sus contemporáneos a luchar activamente contra la intolerancia, la tiranía y la superstición. Su moral estaba fundada en la creencia en la libertad de pensamiento y el respeto a todos los individuos, y sostuvo que la literatura debía ocuparse de los problemas de su tiempo. Estas opiniones convirtieron a Voltaire en una figura clave del movimiento filosófico del siglo XVIII ejemplificado en los escritores de la famosa Enciclopedia francesa. Su defensa de una literatura comprometida con los problemas sociales hace que Voltaire sea considerado como un predecesor de escritores del siglo XX como Jean-Paul Sartre y otros existencialistas franceses. Todas las obras de Voltaire contienen pasajes memorables que se distinguen por su elegancia, su perspicacia y su ingenio. (www.epdlp.com).

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