• JUDITH Y HOLOFERNES

    Judit, una viuda que habitaba en la ciudad de Betulia, sitiada por el general asirio Holofernes, habiendo oído que los magistrados iban a entregar la ciudad al enemigo, promete liberar a su pueblo.

    El campo de los asirios, su infantería, sus carros y su caballería los tuvieron cercados por espacio de treinta y cuatro días; de manera que a los habitantes de Betulia se les agotaron todas las aguas. Quedaron vacías las cisternas, y el agua se les distribuía con medida. Desmayaban las mujeres y los niños, y los jóvenes desfallecían de sed y caían sin fuerza en las calles de la ciudad y en los pasos de las puertas.

    Vivía en su casa Judit, guardando su viudez hacía tres años y cuatro meses. Era bella de formas y de muy agraciada presencia. Su marido, Manasés, le había dejado oro y plata, siervos y siervas, ganados y campos, que ella por sí administraba. Nadie podía decir de ella una palabra mala, porque era muy temerosa de Dios.

    Era precisamente la hora en que se ofrecía en Jerusalén, en la casa de Dios, el incienso de la tarde, cuando clamó Judit con gran voz al Señor, diciendo: «Mira que los asirios tienen un ejército poderoso, se engríen de sus caballos y jinetes, se enorgullecen de la fuerza de sus infantes, tienen puesta su confianza en sus broqueles,1 en sus lanzas, en sus arcos y en sus hondas, y no saben que tú eres el Señor que decide las batallas, cuyo nombre es Yavé. Quebranta su fuerza con tu poder, pulveriza su fuerza con tu ira, porque han resuelto violar tu santuario, profanar el tabernáculo en que se posa tu glorioso nombre y derribar con el hierro tu altar. Pon los ojos en su soberbia, descarga tu cólera sobre su cabeza, dame a mí, pobre viuda, fuerza para ejecutar lo que he premeditado».

    Una vez que cesó de clamar al Dios de Israel se quitó el saco que llevaba ceñido y se despojó de los vestidos de viudez; bañó en agua su cuerpo, se ungió con ungüentos, aderezó los cabellos de su cabeza, púsose encima la mitra, se vistió el traje de fiesta con que se adornaba cuando vivía su marido Manasés, calzóse las sandalias, se puso los brazaletes, ajorcas, anillos y aretes y todas sus joyas, y quedó tan ataviada, que seducía los ojos de cuantos hombres la miraban. Entregó a su sierva una bota de vino y un frasco de aceite, llenó una alforja de panes de cebada y de tortas de higos, envolviéndolo todo en paquetes, y se lo puso a la esclava a las espaldas.

    Siguiendo la dirección del valle, caminaron hasta que les salió al paso una avanzada de los asirios, que la apresaron y le preguntaron: «¿Quién eres tú y de dónde y adónde vas?». A lo que ella contestó: «Soy una hija de los hebreos. Voy a presentarme a Holofernes, general en jefe de vuestro ejército, para indicarle el camino por donde puede subir y dominar toda la montaña, sin que perezca ni uno solo de sus hombres».

    Cuando oyeron tales palabras y contemplaron su rostro, que les pareció maravilloso por su extremada belleza, le dijeron: «Ve, pues, a su tienda; dos de los nuestros te acompañarán hasta entregarte a él».

    Llegada Judit a presencia de Holofernes y de sus servidores, todos se quedaron maravillados de la belleza de su rostro. Postróse ante él, pero los servidores la levantaron. Díjole Holofernes: «Ten buen ánimo, mujer, y no te intimides, que yo nunca hice daño a nadie que estuviera dispuesto a servir a Nabucodonosor, rey de toda la tierra». Judit le respondió: «Oye las palabras de tu esclava, que no diré a mi señor esta noche cosa que no sea verdad. Yo misma te guiaré por en medio de Judea hasta llegar a Jerusalén y haré que te sientes en medio de ella y los conduzcas como ovejas sin pastor. Ni un perro ladrará contra ti. Todo esto me ha sido comunicado por revelación y para anunciártelo he sido yo enviada».

    Díjole Holofernes: «Bebe y alégrate con nosotros». Y contestó Judit: «Beberé, señor, que yo tengo este día por el más grande de toda mi vida». Tomó lo que la sierva le había preparado, y comió en presencia de Holofernes, el cual se alegró sobremanera con ella, y bebió tanto vino cuanto jamás lo había bebido desde el día en que nació.

    Cuando se hizo tarde, los siervos de Holofernes se salieron aprisa y se fueron a sus lechos, pues estaban rendidos porque el banquete había sido largo. Quedó Judit sola en la tienda, y Holofernes tendido sobre su lecho, todo él bañado en vino. Puesta entonces en pie junto al lecho de Holofernes, dijo en su corazón: «Señor, Dios todopoderoso, mira en esta hora la obra de mis manos, pues ésta es la ocasión de ejecutar mis proyectos, para ruina de los enemigos que están sobre nosotros». Y acercándose a la columna del lecho que estaba a la cabeza de Holofernes, descolgó de ella su alfanje; llegándose al lecho, le agarró por los cabellos de su cabeza al tiempo que decía: «Dame fuerzas, Dios de Israel, en esta hora». Y con toda su fuerza le hirió dos veces en el cuello, cortándole la cabeza. Envolvió el cuerpo en las ropas del lecho, quitó de las columnas el dosel y, tomándolo, salió enseguida, entregando a la sierva la cabeza de Holofernes, que ésta echó en la alforja de las provisiones, y ambas salieron juntas como de costumbre.

    Libro de Judit. Antiguo Testamento


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